Gracias a ti.
Con el tiempo, he llegado a pensar que a lo largo de nuestra vida coincidimos con dos tipos de personas: las que se cruzan y las que nos atraviesan.
Las segundas son las que nos cambian, las que nunca se van del todo, pese a que no estén presentes, las que da igual el tiempo que haga desde la última vez que las vimos, porque cuando regresan, ocupan el hueco que dejaron al marcharse.
No estamos solos, nunca lo estaremos, ya sea, por la familia en la que nacemos, o por la que nosotros mismos formamos. Y no siempre debe unirte un lazo de sangre para decir que una persona es tu familia y perteneces a su lado, porque el corazón es quien marca los imprescindibles, a veces, esas personas son las que un día llegan, te graban un te quiero sin palabras en el corazón, te ven por dentro y tan solo se quedan, sin abrirles la puerta, porque entran por la ventana.
Dicen que hay que darles una oportunidad a esas personas, demostrar que tenemos valor para adentrarnos allá donde nos lleve el destino, que para caer siempre habrá tiempo, pero sin duda, para levantarse tenemos la eternidad.
Qué difícil es vivir sin expectativas, sin imaginar cómo sería o qué pasará. Es imposible que no suceda, es decir, no concibo la idea de que todo eso que nos acontece no tenga un motivo y un futuro por escribir. Bien sabemos que las expectativas son las causantes de mucho dolor cuando un fracaso nos atormenta. Pero es muy humano que lo hagamos.
Parece que tenemos muchas piedras en la mochila. Creemos que somos invencibles, que nada nos afecta, que todo lo real se vuelve irreal al parpadear, pero no es así. La realidad es que los fracasos duelen, las heridas dejan marca y los corazones rotos no terminan de sanarse, cierto, pero sin dolor, sin ese sentimiento, no se valoran las cosas que de verdad importan. Los buenos momentos deben pesar más que los malos, la superación debe estar en la cumbre de nuestra pirámide de logros y los errores deben cometerse y perdonarse porque la vida continúa. No debemos dejar que la vida sea eso que vemos pasar, la vida es eso que nos mueve y que nos mece, que nos sube y nos baja.
Cuando el corazón está dañado, a veces creemos que puede ser que esté defectuoso. Suponemos que nos hemos entregado al cien por cien y que una vez se rompe ya no hay más para dar. Nada más lejos de la realidad porque no es cierto. El corazón humano es inmenso, de la misma manera que inmensos son los sentimientos que lo conforman. Siempre hay más para dar, siempre hay esperanza. A veces solo es necesario reconstruirse, encontrarse y ¡cómo no!, ser valiente y entregarse de nuevo. Porque no hay mayor aventura que apostar por uno mismo, apostar por nosotros y por nuestro corazón.
Cada ruptura, cada desamor, trae consigo sentimientos distintos. Hay personas que por más que lo intenten, no pueden superarlo con facilidad. Otras, que se limitan a esconderlo en un rincón de su cerebro y hacer como si nada sucediese pero les afecta igual; y hay otras que lo asumen, toman las riendas, pasan el duelo, cueste lo que cueste, y salen adelante.
Podemos repetirnos por activa y por pasiva que nos saldrá bien —o mal o regular—pero lo cierto, es que no lo sabremos hasta que no nos movamos. Quedarnos quietos no es una opción, la única opción posible es caminar, caminar en busca de nuestro destino. Sentirnos vivos.
A lo largo de nuestras vidas, nos ponemos distintas mascaras: indiferencia, sarcasmo, felicidad, ironía e incluso en ocasiones, sacamos la máscara del conformismo. Creemos que actuar de un modo sensato, sin arriesgar es la mejor de las opciones, y no podemos estar más equivocados. La realidad es bien distinta, como bien decía mi abuela <<el que no arriesga, no gana>> y si fuera tan solo eso… El que no arriesga pierde, pierde oportunidades, opciones de ganar, de salir victorioso. Y ¿Qué sucede si caes?
Es una contradicción lo que voy a decir, sucede que, si caemos, tenemos la obligación de volver a levantarnos, de seguir adelante, de caminar, de madurar, crecer y volver a apostar y arriesgar, porque en la vida, cuanto más nos caemos, mejor nos levantamos, porque la lección aprendida es muestra de que estamos vivos, de que lo hemos hecho y de que las cicatrices son símbolos de nuestras victorias. No hay victoria mayor que haberlo intentado mi niña.
Jamás Karla, jamás te quedes quieta, jamás dejes de intentarlo, de soñar, porque de sueños se compone la vida, y ¿Sabes qué? Que soñar es vivir. Y como bien tituló Calderón de la Barca una de sus obras, la vida es un sueño, te quiero pequeña.
Por otros 24 años de sonrisas, miradas, confidencias y fantasías varias, Feliz cumpleaños hermanita.
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